Acontecimiento
Voy a escribir sobre un concierto de rock, de esos que ocurren casi
todos los días en el orbe, del cual muchos escriben, otros no, otros asisten y
otros no tienen idea que se producen. Si embargo para mi es más que un
concierto de rock, lo llamaremos un acontecimiento, pero del cual no fui testigo, digamos de manera
presencial. Porque uno puede decir: “he vivido
esto”, “algo me ocurrió cuando estaba en”
o simplemente decir “tuve esta experiencia”, cuando se asistió de forma física
y puede empíricamente testimoniar su “vivencia”. En lo que pasaremos a escribir
nada de eso existe. Simplemente porque un acontecimiento a veces se puede
escapar de la simple data, al no pasar de manera estricta, por una cuestión
estrictamente presencial, de aquel que estuvo en tal o cual lugar y que da cuenta
de ello. De hecho, se podría decir lo contrario: al acontecimiento asistimos
cuando la presencia es dejada de lado, cuando el sujeto se abre a una experiencia
estrictamente colectiva, epocal y política. Por esta misma razón, puedes vivir
el acontecimiento sin haberlo concretamente vivido. Como decíamos: comentario
sobre algo que no se presenció. Los artículos sobre shows de rock son casi
siempre desde el ojo de aquel que lo vio y presenció, y a su vez, de algo que
pasó recién, que se presenció ayer. Todo eso acá es fallido, no está.
Los Cadillacs y la post-dictadura
La data es clara: 28 de octubre del año 1995. Físicamente ocurrido en el
Teatro Caupolicán, en la calle San Diego, en pleno centro de Santiago de Chile.
Los Fabulosos Cadillacs presentan por segunda vez su reciente álbum Rey Azúcar. Fue un concierto de rock,
como muchos que ocurrieron ese año 95, y como muchos que han ocurrido en
Santiago desde aquella vez en que Rod Stewart (¡!!) abrió el año 89 lo que
nosotros entendemos por conciertos de rock. Mucha historia ha pasado desde
aquella vez, no sólo que las bandas más importantes ya hayan pisado esta lejana
tierra, sino que aquel halito de novedad, de “experiencia” moderna del show de
rock, ha cambiado bastante. No sólo por una cosa de calidad, sino más bien, por
algo relacionado estrictamente con el fenómeno de la recepción, con el papel
del espectador: con la experiencia misma. Si bien Los Cadillacs se presentaron
antes del 94 en Chile, realmente su primer show fue ese año, con el ya clásico Vasos Vacíos y su segunda juventud que
vivieron como banda. Algo ocurrió ahí. “Matador” no sólo fue un hit que tuvo
correlatos tan populares como transformarse en canción de candidaturas
políticas, o servir como apodo para Marcelo Salas, flamante nuevo ídolo de La Universidad de Chile, y
aparte de ser el tema más bailado y cantado, por absolutamente todos en Chile.
Algo más ocurrió. Hablar del acontecimiento (sí, también lo es) de lo que fue y
significó “Matador”, es hablar de un tema postdictatorial: la temática del
detenido político, de los desaparecidos y por sobre todo, de un nombre propio
llamado Víctor Jara. A nivel social y político ocurrió lo que el pensador
francés Gilles Deleuze llamaría un agenciamiento.
Esta relación, esta afección, entre Los Fabulosos Cadillacs y cierta generación
de jóvenes chilenos, es un fenómeno singular, que quizás no se dio bajo las
mismas condiciones que en el resto de Latinoamérica. Pareciera que Los
Cadillacs desde su disco El León (1992)
escribieron su música pensando en el proceso histórico que denominamos Post-dictadura.
Si bien varios temas, en los cuales estoy pensando a la hora de decir todo
esto, significaron y significan diversas cosas en el resto de Latinoamérica,
acá en Chile se transformaron en esa devoción absoluta que uno puede registrar
al ver los archivos sobre sus presentaciones en Chile de aquella época.
Pero por qué elegir este show, y no el del 94 o el primero de ese año
95, es una cosa estrictamente personal, o más bien, singular. Es sencillamente
porque siento que aquel acontecimiento fue “presenciado” por quien escribe. No
físicamente, sino la presencia de su inscripción. Inscripción televisiva, que
el también post-dictatorial Canal 2 Rock & Pop[1]
registró en ese momento y proyectó días después. Ese es el acontecimiento, su
registro diríamos infinito, y que el día de hoy, casi quince o veinte años
después inscriban sensaciones que por ese entonces uno no podía y no alcanzaba
a percibir. Es que Los Cadillacs por ese entonces eran sin más, la mejor banda de
Latinoamérica. Y al ver el show uno inmediatamente percibe que los tipos estos
tocan y actúan absolutamente de verdad y en serio. Si la reunión actual de Los
Cadillacs no provoca lo mismo, es simplemente porque ahora sólo están
reviviendo lo que eran por ese entonces. Quieren revivir, re crear, re
producir, el acontecimiento ese que
sólo puede pervivir desde su inscripción que es la que pasaremos a comentar.
La generación no representativa
Cuando comienza el concierto con “Carmela” lo que ahí ocurre es una
explosión de afecciones, de devenires múltiples, que no se podrían reducir
simplemente al efecto de un concierto de rock que se osa reproducir normalmente.
No sólo se canta la canción de la banda que te gusta, lo que ahí ocurre es una
catarsis, colectiva y delirante, un agenciamiento.
Habían tocado tres meses antes, ¿por qué se vive como si fuera el show que una
generación esperó décadas por ver? Si a
la par se están consumando lo que conocemos como “Barras bravas” o “hinchadas”
en el fútbol, se podría pensar que esa misma generación comparece de la misma
forma ante el registro del show de rock de la época. Existe un asunto
minoritario, que no se podría catalogar directamente como una experiencia
estrictamente marginal (de tipo social-popular, por decir de algún modo). Ni
tampoco codificar en una manifestación tribal
de la urbe contemporánea: es decir, los punks, los thrash, los ska, etc., etc.,
(aunque “representantes” de todas esas tribus, están presentes ahí). Todo eso
se aleja del acontecimiento afectivo, del devenir. No hay representación de
quiénes son aquellos que están en el Teatro Caupolicán, ni siquiera decir “la
voz de una generación”, porque los que asisten ahí son huella y forma, de
quizás el “adulto” que no tiene idea de la existencia de los Cadillacs y que no
está relacionado con un show de rock, y así en definitiva, de todo un momento
histórico que destella en esa pequeña mónada.
Chile, y habría que precisar que sólo es un prestado nombre, ya que es
Argentina también, y extendida, a una cuestión profundamente latinoamericana.
Un posicionamiento del destino catastrófico de un nombre que se hace y se produce,
llamarse Latinoamérica. El Teatro Caupolicán es la mónada desde donde
proliferan todas esas virtualidades políticas y afectivas.
Politización de la vida
Señalar, entre otras cosas, que la interpretación que hacen Los
Cadillacs de “Desapariciones”, canción
de Rubén Blades, es un lugar donde confluyen todas estas cuestiones, referentes
al pasado político reciente en Chile. La conmemoración del desaparecido y
ejecutado político, “enterrado y resucitado, pero por suerte muy bien matado…”
No estamos viendo la instalación de una arenga estetizante; todo lo
contrario, es la manifestación de una politización radical en un espacio, en
teoría, espectacularizante: la industria de la música popular. Cantar una
canción sobre el desaparecido en un contexto en el cual aún era un tema que no
se podía hablar tranquilamente, en el cual, aún la sombra o más bien el miedo,
estaban instalados, liberan afectos de una generación que se solía denominar
como aquella del “no estar ni ahí”. Claramente, existía una contra
manifestación, que la mirada oficial no se atrevía a ver, era que el descontento
ya no estaba en los canales tradicionales políticos, sino que en el espectáculo
masivo de música popular.
En el contexto de los años 90, los transicionales, en esa nueva era que
se inauguraba, transcultural, globalizada, donde todo es permitido, aceptado y
diversificado. Los Cadillacs circulan como moneda corriente, como tantas otras
cosas, pero algo interrumpe esa lógica: un video, un single promocional, es
censurado por contener imágenes del ex Presidente y vigente Comandante en Jefe
de las Fuerzas Armadas, Augusto Pinochet. Han pasado cinco años desde que se
acabó la Dictadura,
aún por ese entonces – y cuesta creerlo – el fantasma de Pinochet, su sombra,
es totalmente concreta y actual. Es algo cómico pensar que el video de “Mal
Bicho” fue censurado y exhibido con cortes, con tijeras. El contra fenómeno, la
canción se vuelve mucho más popular, es el hit del año. De ahí a que Vicentico
se toma la palabra e improvisa una serie de frases que tienen como destinatario
Pinochet: “bum bum bum bum la policía no
me va agarrar… la policía no me va agarrar, porque soy Comandante…” La
catarsis que se produce no se produce como identificación, sino expresamente
como delirio. Es la voz ausente del desaparecido, del espectro, del detenido,
del derrotado, la catástrofe diluida en miles de cuerpos que exceden la
presencia de ese show. El remate de Vicentico con “traigo el desorden…” ya es consumación de esa producción de
delirio, colectivo y deseante.
Como si fuera poco, inmediatamente se engancha “Matador”, y la imagen de
la bandera de la Universidad de Chile en primera fila, como el banderín de
River Plate, en “El Anillo del capitán Beto” (Spinetta), conecta todo un marco
social que no podemos reducir a un “hecho popular”, subjetivizante e
identitario. Todo pasa por una relación, una imagen, o más bien, la potencia de
ésta. “Matador” hace realmente estallar el Teatro Caupolicán, en una performance
singular, extraordinaria. Flavio dice, “Víctor
Jara nunca calla…”: ¿cuántos habremos oído ese nombre, por primera vez, con
esta canción?, ¿cuántos no politizamos, precisamente, nuestras vidas al conocer
ese nombre? Gesto, como decía, politizante, de producir una herencia, pero no
estetizante[1], es más
bien una instalación, el grito de un nombre, de un significante vacío, más bien
una cita que te lleva al nombre de Víctor Jara o el ejecutado político. Gesto que
hacen los Cadillacs en el tema “Gallo rojo” de El León, es un tema al Che Guevara, pero no lo nombran, es una
cita, sin referencia, sin significante. Acá Víctor Jara es nombrado, pero sin
significarlo, más allá del gesto “al corte de manos” que realiza Flavio en el
show.
Así como existe una cita hacia Víctor Jara lo hay también hacia The
Clash o los Dead Kennedys, en los dos covers que interpretan en el concierto.
De ahí que la performance de los Cadillacs sea realmente la de una banda punk,
pero de un punk latino, profundamente latino. Pero más allá de ser punk o no
punk, los Cadillacs representan la manifestación más clara de lo que puede ser
una banda de rock en Latinoamérica, no sólo por el mestizaje múltiple de su
música sino también por una estética o actitud particular, que no se asemeja a
ninguna banda anglosajona (claro, podrían ser los Clash, pero los Clash
hubiesen deseado profundamente ser sudamericanos). En este show creo que está
condesado lo que fueron los Cadillacs, quizás en su mejor momento musical y
político.
El show como decíamos es un acontecimiento, desde el cual proliferan
todas estas lecturas que hemos tratado de instalar. Testifica un momento
histórico, no sólo en Chile sino que es
coextensivo a Latinoamérica entera. Además permite vislumbrar una modificación
en la experiencia, comparando un concierto de rock de los 90 con las de esta
década y en la actualidad. Algo ocurrió, en esa multitud que está presente ahí
con la multitud que ahora asiste a conciertos, uno también se podría preguntar,
dónde está esa multitud que vemos en el show. Pregunta estéril, porque esa
multitud pervive, sobrevive a través del registro visual. No es un pasado
simple, que se fue y se escapó sino que hoy día adquieren una potencia mucho
más fuerte, al constatar esa efervescencia y movilización en el registro.
Finalmente, lo que acá queríamos plantear es simplemente que las acciones
políticas a veces son imperceptibles, pasan y ni siquiera nos alcanzamos a dar
cuenta. Faltaría en este artículo quizás el testimonio del que realmente estuvo
ahí, pero sinceramente, al leer estas líneas, puedes estar igual de presente.
*Artículo publicado en otra versión para la Revista Spazz
[1] En nuestra opinión, una estetización del nombre de Víctor Jara y de toda
una tradición de izquierda, estaría encarnada en la música de charangos y
ponchos, o más bien, su conservación, el pensar que sólo desde ese lugar, hay
política como único reducto de lo popular.
[1] Faltaría un análisis en consonancia con estas temáticas que estoy
tratando de desplegar, sobre el papel que jugó este Canal chileno durante los
años 90.