¿Corazones sería publicable hoy en día?
Es febrero de 1989 y el guitarrista de la banda más importante de esa década en Chile, descubre que su compañero de agrupación, su mejor amigo desde los 14 años, mantiene una relación sexoafectiva con la que es su esposa y madre de su hijo. Durante todo ese año viven un triángulo amoroso insostenible, que sólo tiene como resultado, casi un año después, el distanciamiento del guitarrista de lo que eran Los Prisioneros. Claudio Narea deja a la banda meses antes de la publicación del que será, a la postre, el disco más importante que compuso y grabó Jorge González: Corazones. Los detalles de este quiebre, son principalmente testimoniados por Narea y confirmados por algunos periodistas y cercanos a los músicos que han contado la historia. González, por su parte, en su autobiografía confirma los hechos pero restándole importancia, sosteniendo que sólo fueron desafortunadas algunas decisiones que tomó en esa época. Dichos detalles, en los cuales no ahondaremos, involucran bastante violencia, manipulación psicológica, un niño entre medio, e incluso un intento de suicido por parte del cantautor, cuando definitivamente Narea vuelve con Claudia Carvajal. Todo esto se corona con una propuesta que haría González al guitarrista: le ofrece como solución a todo este embrollo la realización de un trío sexual.
Podríamos sostener que Claudio Narea, desde que publica la primera edición de su libro Mi vida como prisionero en el 2008, y que confirma en su segunda edición Biografía de una amistad en el 2015, se posiciona como una suerte de víctima de Jorge González. González sería un abusador, un hombre por lo bajo autoritario y que en un momento, casi por crueldad, quiso terminar con la apacible y normal relación del que se consideraba su mejor amigo. Ahora bien, la opinión pública de la época, me refiero a esos últimos días de la década de los 80, ignoró los pormenores del fin de Los Prisioneros. Eran claramente otros tiempos, sin internet, donde ni siquiera existían medios dedicados a cubrir la música chilena, que en la práctica no existía en cuanto tal (ya ni se editaban discos en castellano). Sin embargo lo principal es que era un mundo sin redes sociales. En la ficción que proponemos se nos hace evidente la imagen de una history de Instagram donde Narea, o incluso en un Jorge González, contándonos al instante y de manera directa este conflicto de carácter sentimental y afectivo, de traición y obsesiones. Para nuestro sentido moral actual sería definido todo este lío como una cuestión “enferma” y donde seguramente González sería patologizado si no criminalizado en cierto punto también. Nuestra época es definida al alero de reportajes como el elaborado por la periodista Javiera Tapia en el año 2017, en el sitio POTQ, donde se relataban múltiples casos de violencia, simbólica, física, sexual, o las tres en una sola, en la nueva escena del pop chileno, del indie de la medianía de la década pasada, más progresista, inclusiva. Si bien lo acontecido con González y Narea, no es rápidamente definido como "violencia de género", nos parece discutible que varias de las acusaciones brindadas en ese reportaje, pero también en la ola de funasque se produjeron viralmente en ese período, no necesariamente pueden ser reducidas a una violencia estrictamente sexista. Si son denunciable acciones definidas como “manipulación psicológica” – que se convertirían en violentas por ser infringidas desde un lugar masculino a otro femenino – en un ámbito público y con el objetivo de segregar o “bajarlo del escenario” al músico en cuestión, en las acciones cometidas por González a fines de los 80, existirían muchos calificativos que hoy en día rondan como sinónimo de violencia dentro de una pareja o incluso fuera de ella (los rasgos de violencia en nuestra época son individualizados, no viendo el carácter estructural y transgeneracional de ella).
Ahora bien, todos esos músicos, asociados a esa escena del pop de mediados de los 2010, rondaban los veinticinco años de edad, es decir, la edad en la cual estaban Los Prisioneros en el momento previo a la publicación de Corazones. Es sabido que los más importantes proyectos de la música pop fueron creados cuando sus componentes tenían veinte años de edad (edad de los tres Prisioneros en el 84). Y esto significa que el acto de crear un proyecto de esta naturaleza implica que están reunidos a tocar música y hacer canciones porque es una línea de fuga para huir de unas vidas que les correspondían en un principio. Más allá de la raíz social de los múltiples “casos” que podríamos citar, el de Los Prisioneros implica mucho más un paradigma – un efecto – de una autenticidad validada en lo popular de sus orígenes. Pero el denominador común - en el origen de una banda de pop - es que esos sujetos apenas terminan la educación formal, abandonan cualquier tipo de institución de enseñanza para dedicarse a una actividad que en principio es inútil y que requiere de una gran valentía, porque puede que no se termine componiendo, en el amplio y no restringido sentido de la palabra, y con ello se tenga que enmendar un camino más establecido y normal. A los veinte años, momento de génesis del cantor popular (de Gardel a Bad Bunny) no se está ni afectivamente, ni políticamente, formado. Son resabios de la cultura, de la norma hegemónica sin duda. El camino de pasar por la Universidad (que si bien, son también ejemplos de que ambas capas pueden convivir, lugar también de una autenticidad, en el espacio académico-culto que deviene popular de masas e industrial) no sólo consiste en un papel que te acredite para desempeñarte en algún oficio, sino que también para crecer y formarse al amparo de una norma acreditada. El músico de pop no, no busca eso, al contrario, pareciera que antes que cualquier cosa está su proceso creativo, incluso cuando llega a vivir de la música –aunque sea mínimamente – ni siquiera se alcanzó a hacer la pregunta de si realmente estaba satisfaciendo sus “necesidades básicas”. Los testimonios que a la rápida se pueden comprobar, “no sé cómo comíamos entre la composición y grabación del disco”, “a puro pan con tomate”, “no recuerdo nada solo la música”. De ahí que el nutrirse, el formarse, sea sólo en relación a su propia obra, toda su vida está al servicio de aquello. El deseo es la música, es hacer canciones, es tocar. Lo demás se pliega y existe una inconsciencia que muchas veces se convierte en una incorrección que es inherente al ejercicio de haber elegido algo así como forma de vida, en no preguntarte dónde está el límite de ese deseo. No es detalle entonces de que estamos presenciando un episodio vivido por jóvenes, es decir, ni Claudio Narea ni Jorge González superaban los veinticinco años, y todos estos conflictos desde cierta mirada podríamos normalizarlos, de hecho, para ese sentido común pre-digital, lo fue. No fue para nada importante y González siempre muy escuetamente no quería entrar en eso, porque finalmente, él estaba ahí para interpretar su nueva música, aquella que había compuesto precisamente en un momento de su vida (plegada y no a su obra) pero que deja de existir en tanto condición empírica para convertirse en una “música”, en esa experiencia que rebasa lo meramente “vivible”.
La historia ficción de la pregunta de que si en el contexto actual hubiese sido posible que se editara un disco como Corazones, no deja de ser inquietante, porque con el acceso extensivo de publicar nuestra vida íntima con sólo un click, a sólo un dedo por decirlo de algún modo, los pormenores de la ruptura de Los Prisioneros, en este contexto, se hubiesen hecho evidentemente públicos. Quizás por parte de Narea ese mismo año, quizás por parte de Claudia Carvajal, que por cierto nunca ha dado un testimonio, hasta donde sabemos. Aunque, si los protagonistas no lo ventilan, no nos demoraríamos mucho en tener el placer de leer tamaño culebrón a través de Instagram o Twitter, por testigos, que fueron varias y varios. No hubiese existido Corazones, porque los estándares de lo posible, de lo correcto, y de lo imposible e incorrecto, están segmentarizados, muy demarcados. Personas que en otro momento de nuestra historia, reciente incluso, jamás llegarían a ser mediadamente públicos, deben tratar de llevar una vida pulcra, higiénica, como si fueran representantes elegidos para cumplir una labor en la ONU o en la UNICEF. Ser músico o ser artista nunca había tenido un imperativo moral tan grande, o cierta responsabilidad, que choca con la definición misma de la expresión popular no formada o lo que alguien como Mark Fisher llamaría “modernismo popular”, pues esta no es ilustrada, no está determinadas bajo convenciones sociales de ningún tipo, sino que trae consigo una carga transgeneracional, filo-genética, que termina desbordándose en la misma creación musical y de ahí que hablemos de una transgresión o ruptura que tiene la música (y el arte) con el sentido común vigente.
¿Cuál sería la otra vía para aquellos que creen realmente en un músico y artista impoluto? Pensar en una conducta regida por un deber moral, quizás kantianamente sería posible, en la medida que la autonomía y la libertad se reproduzcan infinitamente, tal cual virus, tal cual difusión pedagógica, propedéutica, hasta llegar a un tal grado de mayoría de edad, de conciencia, en la cual se pueda ser “personaje público”. No es el lugar para discutirlo, pero pareciera que ante la indignación por tener malas conductas o incluso clasificarte como una “mala persona”, se asume ese a priori que advertimos: ¿aún creemos que la emancipación o incluso la creación ante todo debe poseer una moral? No es difícil imaginarse que con esos estándares, Jorge González, del héroe que fuera a mediados de los 80 hubiese pasado a ser un villano, un tipo que no debería estar capacitado para subirse a un escenario, ni siquiera para ir a un estudio de grabación a producir un disco, ni mucho menos tener cobertura de prensa, ni de medios. En fin, una shitstorm le hubiese caído. Corazones estamos en la tentación de decirlo, es el último respiro, atento y hondo, de un desborde pasional llevado a la música, que hoy en día, pareciera, estar cada día menos permitido.